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Fruta.

Es bonito mirarte aparecer,
hundirte en el iris del que
por suerte,
te ve.

Odio a mis ojos,
a su forma corpórea,
a su labor errónea.

Odio que lo vean todo fuera de tiempo,
cuando nada vale,
cuando el daño está hecho.

Pero me gusta cómo suenas en el recuerdo,
conectando con algo
más allá del centro,
dando vueltas,
girando,
riéndote de Galileo,
haciéndolo parecer polvo
y atomizándolo en piezas de helio
condenadas a no encajar nunca con nadie,
vagando siempre unidas a sí mismas
en un dúo apático.

¿Quién en su sano juicio
se enfrentaría al tiempo
por un burdo problema de perspectiva?

Las agujas se oyen a lo lejos,
son como Billie Holiday acariciándote la nuca
mientras sacas esos libros muertos
que solo las polillas leen.

Lo que no se quiere ver,
tampoco se oye,
pero el regusto metálico de la sangre
siempre está esperando al giro,
al accidente,
a la casualidad que se empeña en enfrentar
a la tierna piel de las mejillas
contra afilado abismo del marfil.

Es bonito mirarme perecer,
hundirme en el iris del que
por desgracia,
me ve.

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¿Quién?

Suenan, no las ves. Hace tiempo que se fueron a sitios con más gente, con más luz, con más. ¿Es esto vivir? Ver a otros avanzar mientras tú  sigues siendo la red que espera para salvar, de fatídico golpe mortal, la nuca de quien solía acunarte. Ya no te miran, ya no te ven, escurridizas son sus mentes cuando se escudan en su nuevo lugar, donde no hay  ya hueco  para nadie más. Y tú, no has dejado de ser quien siempre acude al llamado  de quien necesita aire, calor, amor, odio, dolor, sabor. Quizá debas buscar tú también, un pequeño rincón donde todo funcione. Donde no hagan falta calzadores ni imperdibles. –Quizá deba crearlo, utilizaros a todos como combustible, veros arder por una vez desde el otro lado mientras  con mi jaula ignífuga me deshago de todo resto de humanidad que algún día me hizo madre, mujer y amiga–.

Hecatombe.

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