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Rosas.

Era un domingo más, de esos que te enfrían las puntas de los dedos de los pies de manera irremediable y te secuestran, a punta de estalactita, en la cama. 
Y aunque no es muy difícil mantenerme a mí entre mantas, ese día, la oferta no era tan suculenta como de costumbre.
Así que salí. 
Y la calle que me encontré no era la calle de siempre, los colores eran más vivos y pareció que el frío se había quedado en tu lado -vacío- de la cama. 

Recorrí el camino que hago siempre de jueves a domingo, ya sea de ida o de vuelta, hasta el mismísimo agujero negro que me pega los pies al suelo a cambio de volarme los sesos. Menos mal que tengo muchos.

Cuando quise darme cuenta y por primera vez en la existencia, estaba bebiendo ron y la canción no me sonaba, llegó quien debía llegar y tú bailabas conmigo.

Miré el reloj sin querer. Las siete de la tarde me hicieron darme cuenta de que estaba soñando; cuando piensas demasiado en algo, te contamina el tiempo onírico y yo creo que también la cabeza.

Seguí bailando, total, aquí nunca llegarían a dolerme los pies. De hecho, no me dolía nada y eso sí que es raro, tampoco tenía que ir a hacer pis a mitad de cada copa y, llegados a este punto, todo eran ventajas.
No sabía que podía emborracharme en sueños, quizá el hecho de haberme dormido en estado de embriaguez influyese en la manera en la que las cosas empezaron a pasar demasiado rápido para mis ojos. 

Tú ya no eras posible y la noche -la tarde- era triste. Todo se puso en blanco y negro, en un intento desesperado, por parte de mi mente, de no ver toda la sangre que estaba a punto de inundar el suelo. 
Me lloraron los antebrazos al ritmo de tus gritos y se te pusieron los ojos tan grandes que llenaron todo el bar. 
No me dio tiempo a ver otra cosa antes de morirme. 
Y no me desperté.
Me quedé soñando un rato más. 
Vi lo que hay después y no tiene sentido. 

De pequeña, me habría gustado un final así.

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