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Azufre.

Siempre llego a los lunes con muchas situaciones que analizar entre sien y sien,
como una ensaladilla rusa
llena de cosas
aunque solo importen las patatas.

Cambio como el tiempo,
por estaciones,
aunque ya no mucho
porque tú sigues plantando eucaliptos donde yo ardo.

Caminas despacio,
sin rumbo y sin pausa.
Acechando a lo que siempre se te acaba,
lo que nadie puede darte y solo tú puedes quitarte.

Te gusta bailar como Fred Astaire,
pero no te gusta el claqué,
así que te quedas quieto y vacío
sopesando cuál es la manera más rápida de anestesiarte. O de matarte. Ya depende.

Los martes no suelo funcionar muy bien,
se me llena el estómago de bilis
y tiendo a comer más aire que de costumbre,
más que ayer.

Siempre me caigo de la cama cuando sueño
y siempre sueño que me caigo de la cama.
He llegado a la conclusión de que, como dijiste,
mis esencias están en las caídas.

No me gusto si no respiro,
se me pone la cara roja y se me hincha el bazo
pero alguien me dijo que el dióxido de carbono
es la mejor droga. Porque no me conocía.

Las cosas se ponen turbias de miércoles a jueves,
me doy cuenta de mis propios ciclos de mierda,
y lloro mucho
con el vino y Thom.

Ni el mejor aguacate del mundo puede levantarme del suelo un miércoles.
Ni ese sobresaliente en anatomía,
ni sus mensajes queriendo saber dónde coño estás,
solo la falsa sensación de estabilidad que me confiere el despertador al sonar. Otro día más de esclavitud, un día menos que existir.

Finjo bastante bien,
me gusta creerme que existen las reencarnaciones aunque en realidad no lo haga,
imaginarme que en otra vida fui actriz muda,
porque hablando siempre revelo menos que mirando.

Y llegan los viernes,
y quién sabe qué me pasa,
que las noches me llenan las orejas de pájaros, purpurina y malvaviscos.
Así que no oigo nada más allá de la música que, ahora, pongo yo.

El sábado es lo mismo,
solo introduce al domingo,
al descanso que, en teoría, supone.
Qué mentira.
Qué idiota soy, joder.





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