Ha dejado de tener sentido.
Ya no hay motivos para despertar; no me importa qué hora es, ni en qué día vivo.
Ni siquiera me he parado a pensar en lo poco que falta para la avalancha de cambios.
Tan solo disfruto de la calma antes de la tormenta.
Y duermo, duermo mucho; entendedme, no quiero pensar.
Mi almohada está empapada a tiempo completo porque me despierto más vacía de lo que me acuesto; Morfeo ignora mis plegarias.
Ya no creo en nada en lo que solía creer.
Perdí mi norte mientras las nubes nacían.
Y perdí mi sur cuando el cielo empezó a llorar.
Ahora espero a los rayos; con un poco de suerte, quizá, y solo quizá, me ayuden a perder mi propia mente.
Suenan, no las ves. Hace tiempo que se fueron a sitios con más gente, con más luz, con más. ¿Es esto vivir? Ver a otros avanzar mientras tú sigues siendo la red que espera para salvar, de fatídico golpe mortal, la nuca de quien solía acunarte. Ya no te miran, ya no te ven, escurridizas son sus mentes cuando se escudan en su nuevo lugar, donde no hay ya hueco para nadie más. Y tú, no has dejado de ser quien siempre acude al llamado de quien necesita aire, calor, amor, odio, dolor, sabor. Quizá debas buscar tú también, un pequeño rincón donde todo funcione. Donde no hagan falta calzadores ni imperdibles. –Quizá deba crearlo, utilizaros a todos como combustible, veros arder por una vez desde el otro lado mientras con mi jaula ignífuga me deshago de todo resto de humanidad que algún día me hizo madre, mujer y amiga–.
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