Cuando era joven y temía al mundo,
mi madre solía cantarme una canción.
Hablaba del lugar adonde vas cuando tu vida en esta tierra se convierte en ladrillo,
hierro e infierno
que ayer no había,
y hoy dos.
La incapacidad
a veces,
se dilucida.
Y nos vemos de nuevo en esta senda,
lejos del antagónico sollozo
de la esperanza como soluto.
Y levantarse es más difícil
hallándome en esta habitación llena
de recuerdos rotos y acordes entrecortados.
Se dirá la verdad,
pero no soy el enemigo.
Me he puesto tus zapatos,
rasgo el suelo como tú las almas.
Pero llegué a darme cuenta
de que yo en lo real,
no era nada.
Así que dime,
¿por qué decidiste apoyarte
en un hombro que estaba cayendo?
Entiérrame a tu lado,
pues el cambio siempre amenaza a los que tienen miedo.
Tengo fe en la soledad
y no puedes quitarme eso.
Tengo fe en la destrucción,
aunque me quede sin pretexto.
Tengo fe en el abismo
que me mira inconexo,
pues solo ve lo que atisba
el empañado espejo.
¿Y no éramos nosotros como un campo de batalla destinado a pulverizar el tablero?
El ladrillo.
Y el acero.
Y el mundo morirá justo después,
siguiéndome
hacia una tierra más profunda.
Y, ¿no sería hermoso,
alcanzar al fin,
paradisíaco destino?
Porque hubo una vez también
en la que los bosques,
eran el cielo en la tierra.
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