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Fresas.

Todo lo rosa es bonito
y aunque el rojo me defina mucho más
siempre hay algo bonito
en diluír las cosas.

Cuando me tenía dentro,
mi madre se alimentaba de fresas.
Fresas con leche,
con yogur,
con agua y azúcar,
con miel, 
con chocolate,
con zumo de uvas y pan.
Caja tras caja entraba por la puerta
y caja tras caja devoraba
mos.
Poco después,
mi abuelo enfadado por mi existencia hasta el instante preciso que me vio de lejos,
empezó a plantar fresas.
Los hombres tienen maneras muy enrevesadas de expresar lo que sienten,
consecuencia, imagino, 
del movimiento boys don't cry
que tanto les gusta 
y que tanto les protege.

Cuando tenía 4 años yo ya sabía hacer un rego,
correteaba quemándome al sol
mientras Mel intentaba atarme un pañuelo con cuatro nudos en esta sorprendentemente grande cabeza que heredé de otro hombre.
Rápido "Machor" me destinó al cuidado, riego y recolecta de las fresas para mamá. Las pequeñitas para mí. 
Otro día "Masilor" me enseñó a apañar las patatas y "Belardo" a ponerle las estacas a los tomates.
Sin darme mucha cuenta, me convertí en una experta de la huerta
maldición eterna para mi madre
empeñada en no dejar una sola viruta de tierra debajo de mis uñas.
La plastilina ya te era otro cuento quitarla.


De todas formas, hace mucho que marzo no se ve así.

Nací en primavera, sin pensar en que soy alérgica al polen, pero con sol o sin sol, yo me siento en casa cuando las frutas brotan y las flores escupen el mismo polvo que Campanilla.

Cuento los días para volver a ver a Mel. Estoy algo triste desde que se fue.

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