De pequeña me gustaba imaginar que controlaba el viento. Soplando más o menos fuerte para que este lo hiciese de igual manera.
Me gustaba creerme que todo saldría bien.
Que le daría a mi madre lo que mi padre no pudo darle: felicidad y una casa bonita.
Siempre he querido que todo el mundo fuese feliz, que cuando llegases a casa te esperase siempre tu comida favorita en la mesa y que, cuando menos te lo imaginaras, tu libro favorito acabase de la forma que tú quieres.
Pero las cosas no funcionan así.
Por mucho que lo intente, la violencia impera.
Confío en todo el mundo de manera predeterminada y tengo un don que me dice qué carencias tienen las personas y otro que me explica cómo cubrirlas. Ojalá supiese hacer lo mismo conmigo. Ojalá no haber tomado esa cerveza abierta que me ofrecisteis. Ojalá no recuerde nunca lo que pasó después.
Porque todo el rato es el yo el que se queda por detrás, total, ya tendré tiempo para mí misma en la tumba. O en la urna.
Mis amigos dicen que se me da bien todo, que puedo hacer cualquier cosa, que sé de todas las ciencias. Laura hace años empezó a llamarme “Oripedia” pero, por mucho que me gustaría que todo eso fuese cierto, es solo una manera que tengo de ocultarle a todo el mundo -y a mí- la innegable incapacidad que tengo para lidiar conmigo misma.
Cuando tenía 2 años, me escondía en la sala del piano de mi guardería para intentar, según mi mente, ser Mozart. Con 3 descubrí que Mozart son varias personas y mamá me dijo que la música no es un oficio respetable. Mi madre, la misma que intentaba inculcarme su Santísima Trinidad o, como a mí me gusta llamarlo, el triplete: Los Pecos, Los Panchos y Los Chichos. A mamá lo único que la hace feliz es la música. Y el PP; imagino que esto de contradecirse es una cosa inherente a ser Piscis.
Nunca entendí por qué mis manos son más pequeñas que las de todo el mundo o por qué nadie quiere ver que las sumas no tienen sentido cuando, en la práctica, uno más uno siempre es uno. Contigo no falla.
No tendría que haber abandonado el saco amniótico nunca. De hecho, cuando el abuelo de Lucía le abrió el útero a mi madre, yo seguía nadando allí dentro. Hasta que estiré las piernas y mojé a todo el quirófano. Casi me llaman Carlota. Cómo de diferente habría sido mi vida sin ningún niño desdentado llamándome “Orina” entre risas poco amigables.
Le doy gracias al cielo porque con 13 años me tocase hacer de Chuck Berry en el colegio. Descubrí un mundo de posibilidades para acallar todas las preguntas para las que nunca tendré respuesta: Youtube. Mi existencia ha ido cuesta abajo desde entonces, pero por lo menos tengo un compendio considerable de melodías para aderezarla.
Y sí, la canción que tiene que estar sonando, está sonando.
Deja de mirarme con esa cara. Sabes, a la perfección, cuál es.
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