Hace una vida,
quise ser Klimt,
odiar a quienes insistían
con prisa y sin pausa,
intentando convencer a un público vacío
de que la muerte es una coma,
un coma inconcluso
que te permite flotar
para luego caer o volar
según el veredicto de la única consciencia
que debe reinar,
juzgar y delegar,
confiar en súbditos indómitos
que no se dejan someter,
que queman coronas o lo intentan
para luego dejarse caer
desde las nubes
hasta en atardecer.
Quemad mis obras
en grados fahrenheit,
del mismo modo que yo te quemo,
que yo me quemo,
huyendo del tiempo,
levantándome
siempre para acostarme
de nuevo en el suelo.
Los finales nunca son tragedia
la tragedia se masca,
se enrolla,
se bifurca siempre en lo ideal
y la realidad de la que eres preso
aunque ni siquiera exista,
aunque solo duela.
Por eso el punto es benévolo,
su concesión a un fin es la clemencia del verdugo,
que con su afilado yugo
completa la condena,
el ciclo,
del que sufre sin sentido.
¡A la hoguera con el limbo!
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