El
brillo que desprendían aquellas cuchillas era de lo más insólito.
Tentadoras,
como el cántico de una sirena.
Morbosas,
como la satírica mente de Oscar Wilde.
Y
yo, heme aquí, susceptible y presa fácil para las inquietudes de mi
conciencia.
La
gravedad de mi propio masoquismo agarró, con dos temblorosos dedos,
una de aquellas finas hojas de muerte.
Fría,
como mi alma, si es que acaso poseía una.
La
autocompasión también estaba incluida en mi amplio espectro
emocional.
Una
gota de sangre cayó en el aséptico suelo del baño; el contraste
era sublime.
El
oxidado sonido de la tostadora me sacó de golpe de mis caóticas
ensoñaciones y, sin más, continué preparando el desayuno.
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