Te cubres las espaldas.
Todo es un juego para ti.
Primero te acercaste un poquito a mí,
me tentaste sin querer
cogiéndome estas manos
llenas de heridas,
mordiscos
y caídas.
Cuando me quise dar cuenta
estabas al lado de mi núcleo
volcánico,
emergente.
Regías el reino en el que todo miente.
Y sin querer,
sin saber,
te dejé pasar.
Te ofrecí una taza de té,
unas galletas
y todo mi poder,
en plata,
en bandeja.
Cuando empezaste a apretarme,
no quise ver las señales de mi propia hipoxia.
Vi amor en el dolor,
y virtud en el sufrir,
fui mártir y ruiseñor,
sacaba el elixir de la vida de mi propia sangre
y te cocinaba tu comida favorita cada vez,
la tortilla poco hecha,
la carne al punto,
el alma en llamas
y el pecado en la pupila
que intransigente
dominó
todos mis nudillos,
hasta la última salida.
Posesión infernal
de la voluntad para ser.
Estás acurrucado en una esquina,
dentro de mí,
protegido de todo lo que se calcina.
Ceniza de pies a cabeza,
como escudo ineludible
ante magma,
lava
y el incendio inconcluso
que primero te hipnotizó
y luego te espantó.
Ganaste más espacio del que yo misma tenía
y el que un día fue tu rincón
pasó a ser mi habitación.
Me gustaba verte conducir,
apretando mi muslo izquierdo
-el único que tocas-
mientras subías cuesta tras cuesta,
de mi útero
a mi clavícula
y de ahí
a mi cabeza
como una nube perdida entre niebla,
vino para el roto
y agua para el sediento.
Empecé a tenerte miedo aquel sábado
cuando por primera vez me dejé verte,
cuando te vi en todas las bocacalles,
en todos los cruces de esta ciudad maldita.
Busqué
desesperada
un resquicio de mí que se definiese sin ti
y
el pánico de volver con las manos vacías
desintegró hasta ese disco de los Cure,
a Jeff Buckley
y al subsuelo aterciopelado
que solía ser tu cama.
Me dijiste que el libro del querer
era largo y aburrido,
un tostón que nadie podía levantar,
que estaba lleno de hechos, cifras
e instrucciones para bailar
que en cada capítulo te avisaba
de que el amor que ya ha pasado
no se debe
recordar.
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