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Punto y coma.

Casi todo lo malo de mi vida empieza con tu nombre.



He cuidado de mí misma y de todo el mundo desde los once años,

cuando aquel tipo casi se me lleva consigo a las ocho de la tarde,

cuando casi me mata un coche

y todos los viernes,

cuando, aún ahora, consumes a mamá poco a poco.



Un día caminé los dieciséis kilómetros que separan mi piso de tu casa

y no estabas.

Ya habías cambiado la puerta que te tiramos acelerando el coche,

ahora verde oscuro,

color putrefacto

como tú.

Te dejé una nota y te enfadaste mucho

como cada vez que te dicen la verdad,

imagino que eso es algo común en todos los hombres,

no lo sé

lo único que te debo es mi carencia de referentes.



De verdad que intenté destrozarte,

con todas mis fuerzas

imitando tus manipulaciones, tus peripecias, tus piruetas legales;

al fin y al cabo, la mitad de mí eres tú

por mucho asco que eso me dé.

Pero,

no sé gracias a quién -o sí-,

resulté no estar cortada por el mismo patrón de mierda que te compone como persona,

y la tata siempre me dijo que: "no hay mayor desprecio, que no dar aprecio".



Nunca he comido contigo,

pero sé que hasta un tomate aliñado me sentaría mal si te tengo delante más de 10 minutos.

Puede que ellas no se acuerden de todo lo que has hecho,

al final son muchos crímenes

y una solo puede soportar el peso de, como máximo, diez traiciones anuales,

cupo que superas con creces.



Quizá te deba una cosa más,

esta memoria mía inquebrantable,

a veces maldición,

a veces bendición.



Y de verdad que no soy una persona rencorosa con nadie,

solo contigo.

El karma no existe, 

pero haré que sea tu primer y segundo plato,

tu postre y sobremesa.



No voy a negar que vaya a ser siempre la niña a la que su papá no quiso,

pero quizá eso sea un problema más grande para ti

de lo que lo será nunca para mí.

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