Desde siempre en mi casa ha habido un terror enorme hacia mi sangre. Cada vez que me raspaba las rodillas en el patio del colegio, los profesores se me llevaban corriendo con Manolo, el portero, -que hasta hoy sigue siendo una de las personas más bonitas que he conocido- y muchas veces tenía que llamar a mamá para que viniese con la vitamina K o el ácido tranexámico y otras muchas veces a Urgencias.
La enfermedad de Von Willebrand no deja mucho espacio para que un niño crezca y menos cuando tienes aún menos concentración de factores de coagulación que una persona hemofílica media. Las excursiones del colegio siempre eran motivo de discusión en casa. Con cada propuesta de diversión, se analizaba todo contando y cuantificando todas las posibles lesiones que podría sufrir si iba, así que, casi siempre, me quedaba en casa, o peor: tenía que ir a clase. Porque imagínate que me seccionaba la femoral con un bastón de esquí y la ambulancia especializada con los factores polimerizados que caducaban cada 3 días, no llegaba a tiempo. Así transcurren los acontecimientos en los cerebros maternos; aunque aún recuerdo aquella caminata a Los Milagros en la que casi hago un amigo hasta que empecé a vomitar sangre en cantidades ingentes y aún no se sabe por qué.
Con 13 años me bajó la regla en clase y no había tampón, compresa ni pañal que absorbiese la sangre que mi cuerpo generaba en 10 minutos. Perdía muchas horas de clase y los profesores se quejaban un montón porque, total, “solo” era la regla. Hasta que un día me desmayé en el pasillo con un charquito de sangre debajo de este precioso culo que dios me ha dado. Y desde entonces, me he desmayado muchas, muchas veces. Cada vez más.
Ni siquiera voy a intentar contaros cómo fue la primera vez que probé los placeres de la carne. Eso queda para cuando nos veamos en los bares. Y no os voy a mentir, todo iba mal y de mal en peor hasta hace dos meses que entré en valores bajísimos pero estables de mis paranoias coagulatorias. Y hice lo impensable. Lo que se me ha prohibido toda la vida. Tatuarme. Y mi madre lo sabe. Y me sigue mirando a la cara. Y esto está curando bien. Y no sangré ni diez gotas. Y mi color favorito es el rojo. Y coño, que aunque se vuelva al foso, a veces se sale.
Buenas noches.
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