Desde siempre en mi casa ha habido un terror enorme hacia mi sangre. Cada vez que me raspaba las rodillas en el patio del colegio, los profesores se me llevaban corriendo con Manolo, el portero, -que hasta hoy sigue siendo una de las personas más bonitas que he conocido- y muchas veces tenía que llamar a mamá para que viniese con la vitamina K o el ácido tranexámico y otras muchas veces a Urgencias. La enfermedad de Von Willebrand no deja mucho espacio para que un niño crezca y menos cuando tienes aún menos concentración de factores de coagulación que una persona hemofílica media. Las excursiones del colegio siempre eran motivo de discusión en casa. Con cada propuesta de diversión, se analizaba todo contando y cuantificando todas las posibles lesiones que podría sufrir si iba, así que, casi siempre, me quedaba en casa, o peor: tenía que ir a clase. Porque imagínate que me seccionaba la femoral con un bastón de esquí y la ambulancia especializada con los factores polimerizados que caduc...
Hombre lobo hombre.