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Melocotón

Todo el mundo sabe que estoy un poco muerta por dentro.

Nací con un nombre raro, una enfermedad equivocada y con la cabeza muy grande en proporción con mi cuerpo.

En el patio de mi guardería había una piscina que hacía esquina y que siempre estaba vacía, de agua porque al pasar de los quince grados se llenaba de lagartijas y no diré nombres, pero sé de alguien que conoces que ha digerido más de un reptil; el último día, recogí mi mochila -que era como un peluche de Garfield pero hueco como tú-, me fui al baño y tuve la suerte de perderme en una habitación con un piano enorme que no sabía tocar, pero si admirar, manchar y hacer sonar y bueno, casi estaba la policía en la puerta cuando me encontraron. Ese día hubo remolacha hervida para comer.

Mi madre desempolvó su agenda para conseguirme una plaza en un colegio en el que la vida se me haría un poco más cuesta arriba de lo que esperaba, aunque eso te lo cuento mejor un viernes, que son los días únicos días en los que por las venas me corre de todo menos sangre.

Aun así, mi vida es bastante promedio.
Puedo hacer casi cualquier cosa, ir a casi cualquier sitio al que no quiero ir y existir como mi vecino de arriba -el que usa el taladro cada sábado aunque todo el mundo sepa que los sábados son, en definitiva, los nuevos domingos-.

Trabajo cuando nadie lo hace y me gasto todo lo que gano en vino y lo que no es vino, mi abuela dice que el dinero me quema en las manos y quizá tenga razón. Ya sabes: abuelas.

Fui hija única hasta este invierno, en el que la casualidad acabó juntándome a mí y a mi hermana en la misma cafetería. Poco después descubrí que no somos dos, sino tres. Y todas son rubias y de ojos azules menos yo.

Siempre escucho la misma canción cuando quiero escribir, intentando obviar el hecho de que la música también se gasta.

Quiero mucho. A las personas. Tanto que a veces se asustan, se transforman en avestruces y esconden sus pensamientos de mí, bajo tierra, donde -todo el mundo lo sabe- las cosas entran, pero no salen.

Suelo llegar tarde, pero no a los sitios. Tarde a las cosas que importan. Tarde a las conclusiones. Hay mil dogmas entre mis orejas, otros cuantos cientos detrás de mis ojos, esperando no solo a ser rotos, sino enterrados; ya ves por dónde voy.

Nunca he tenido demasiados amigos, desde mi más tierna infancia hasta la edad legal para buscarle solución, si me apuras, no podía ni definir el término porque no llegaba a la unidad. Desde entonces he pertenecido a grupos pequeños, grupos grandes, me he colado en tribus sociales que no entiendo pero que puedo hacer como que sí y he llegado a estimar, por encima de todo, las relaciones en singular con una especie de mantra: "los dramas mejor de uno en uno".

Y con todo, no me han traicionado de verdad hasta ahora.

Y del amor mejor hablemos un domingo, que es el único día que no puedo.
Que esto está cambiando de color de repente.

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