Tiene un punto exacto en el cara izquierda del cuello, a la altura de la base, que no puedes tocar.
Tiene otro en la cintura, del mismo lado, que tampoco es ni rozable.
Os lo explico: le dan espasmos.
Son como pequeños temblores incontrolables que nos hacen reír a las dos por igual.
A mí muchísimo más, no os voy a engañar.
Padece de todas las respuestas neuronales con nombres artificiosos a nivel cutáneo que os podáis imaginar, aunque no suele decirlo.
Yo lo descubrí por mí misma.
También descubrí que funciona como yo.
Que nunca sabe el motivo que le impulsa a hacer las cosas.
Que ama todo lo que no se explica y que, aún más, ama enfocarlo desde todos los infinitos ángulos hasta que da con un porqué que la satisface.
Yo me conformo con muchísimo menos. Me gusta que salga música de mí cuando estoy en su medio.
Se enfada cuando le digo que es mi musa, me dice que estoy loca y que me acabe la cerveza.
A pesar de que lo que de verdad nos gusta beber, es vino.
Pero no nos vale cualquier vino.
Ha de ser un vino, nunca frío, pues para eso ya estamos nosotras cuando cada domingo, ella se va.
Tampoco ha de ser dulce, pues ambas somos más de ese pequeño sabor ácido extrapolable a cualquier campo de nuestra, a conciencia, miserable existencia.
Pero sobre todo, lo más importante: tiene que ser con ella.
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