No me gusta hablar por hablar.
No me gusta decir cosas que nadie necesita oír.
Cuando tenía 6 años, Tolkien y Jackson me enseñaron que los ents solo dicen las cosas en su propio idioma y que además, tienden a escatimar en palabras.
Más adelante, me sumergí en un paroxismo literario del que aún hoy no he salido e hice un voto de silencio parcial que mi madre se empeñó en romper desde el principio y que yo solo rompía para leer en alto.
A los 8 años heredé un walkman y un cassette de los Beastie Boys y para cuando cumplí 9 cantaba todas las canciones de la cara A al derecho y al revés. Luego descubrí la cara B y tuve una epifanía con la dualidad individualista.
Recuerdo que no reaccioné bien cuando me cambiaron los cassetes y lo que quedaba del bic azul -para rebobinar las cintas- por discos y un walkman que ni era walkman ni era nada.
Así que empecé a hacer amigos. Algunos siguen hoy merodeando por mi medio, pero la mayoría decían que hablaba demasiado.
¿Es tan diferente? De una prisión sin barrotes la vida en cursiva sin distracción posible ante el azote del deber, del seguir. Sentencia sin término y luz sin incendio este fuego quema, invisible y sin llamas efímero y enfermo. No me quisiste al principio, yo tampoco al final pero el tiempo nos maldijo y no fuimos quien de olvidar el susurro mortal de tu piel contra mi sed. La redención del inocente que patada tras patada, escondido llora sin prisa, sin demora. Nunca escapará tu voz de este estruendo la mía te sigue sin mirar atrás hacia la elegía de nuestro duelo. No me quisiste al principio, yo tampoco al final pero el tiempo nos maldijo y no fuimos quien de olvidar el susurro mortal de tu piel contra mi sed.
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