El silencio se rompe y los aplausos inundan la sala; no caigas en la trampa, no suenan por ti. No te soportan.
Sus manos chocan, orgullosas, por tus interminables y erráticos fallos. ¡Como si me importara!
Pero siguen siendo sus carcajadas las que navegan en el aire, y tus lágrimas las que se hunden en él.
Las butacas se vacían y las luces son devoradas por la oscuridad, como si fueran las notas finales de un nocturno de Chopin, sumergidas en un dacapo interminable.
"No vale la pena", te dices. "Baja de tu maldito pedestal".
Y me voy del escenario saliendo a la fría e incesante lluvia. Ella por lo menos emite una melodía armónica.
Los violines me persiguen, guiándome a ninguna parte, mientras los contrabajos marcan el ritmo de mis pasos, inexorablemente.
Espero un disparo, una palabra, mientras camino sin rumbo en busca de un final infeliz.
¿Es tan diferente? De una prisión sin barrotes la vida en cursiva sin distracción posible ante el azote del deber, del seguir. Sentencia sin término y luz sin incendio este fuego quema, invisible y sin llamas efímero y enfermo. No me quisiste al principio, yo tampoco al final pero el tiempo nos maldijo y no fuimos quien de olvidar el susurro mortal de tu piel contra mi sed. La redención del inocente que patada tras patada, escondido llora sin prisa, sin demora. Nunca escapará tu voz de este estruendo la mía te sigue sin mirar atrás hacia la elegía de nuestro duelo. No me quisiste al principio, yo tampoco al final pero el tiempo nos maldijo y no fuimos quien de olvidar el susurro mortal de tu piel contra mi sed.
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