Por las mañanas,
cuando tengo los labios hinchados
y las caderas un poco más pequeñas,
me miras vulnerable
mientras haces que tu puño vuele
certero
hasta mi lado izquierdo del cerebro
ese que piensa,
y gira escrutando una y otra vez
las cosas que no admites,
que se vuelven cancerígenas
y se te llevan consigo
de viaje con Caronte
para ver quién coge el remo primero.
Calculas todos mis movimientos con precisión matemática,
abscisas y coordenadas convergen en el mismo punto en el que mi mente
confinada y deshidratada
se dedica una vez más a no ser mala,
a entender allí donde los demás generan incendios,
donde la tormenta ya no es un mal augurio
sino la promesa de un amanecer mejor.
Pero la variable que omites
es que yo estoy harta de ser un suceso previsible,
de actuar acorde al rol que has decidido asignarme.
Hace 18 días, se me quedó pequeño el molde angosto en el que decidiste introducirme,
lo suficientemente afilado y apretado,
del tamaño justo para cortar y asfixiar
sin llegar a matar.
Me quieres cerca
pero no mucho,
y cada vez que me alejo
el aire de debajo de tu cama te pone rígido,
por las mañanas,
y estando así,
frío e inmóvil,
acorralado y sin esperanza
es cuando un trocito de tu muro de Berlín decide caerse
y dejar pasar el sol.
Y el sol quema tu piel.
Y seca estos párpados
que tanto te empeñas
en mantener mojados.
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