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Lucero.

Te he perdido la pista. 

Poco a poco, caminas en el sentido opuesto
al núcleo que te mantiene
fijo al suelo.

Sueño inacabado de noches de verano
que se precipitan
obtusas
al vacío, a la negrura infinita,
incapaces de adaptarse a la bofetada y al giro.

Miro por la ventana y ya sabes qué veo
moradores de funerales,
lágrimas falsas,
zapatos aguados y ojos secos,
deambulando detrás 
de quien ya no está.

No manejo bien esto,
no te cuento nada que no sepas
por si acaso,
no vaya a ser que te acuerdes
de cuando dije lo obvio y casi nos dinamito.

Directos al abismo,
pero sin mirar detrás,
más arriba,
más abajo,
donde el río,
donde desde hace tiempo se cruzan unas piernas que no son las mías.

Las canciones que escucho son las mismas,
como una chincheta clavada en Arkansas,
un plan inconcluso que se entretuvo en el limbo de olvidar,
un momento en el tiempo
congelado en trocitos pequeños,
en placeres cotidianos que si no cuidas,
se esparcen derretidos por debajo de la piel 
adhiriéndose a los latidos de las venas
que vacías,
se retuercen en agonía por la sangre que ya no te queda.

Y ahora que todos los bares a los que solíamos ir han cerrado,
y Phoebe Bridgers ya no te canta antes de que salga el sol,
también he dejado de mirar por la ventana del bus
en estado búsqueda perpetua de tus andares inestables,
del escapar de tus sombras
y de tus manos bajo pánico vivo aferrándose siempre a las mangas de la sudadera.

Mira
te prometo una cosa,
a medida que tú ardes,
la vida abandona mi cuerpo.
Y a ti, que las películas de miedo no te gustan ni un poco,
quién te iba a decir
que estás en el punto de mira,
que compartes cama
y sonrisas y lágrimas
con el demonio más cruel de todos los tiempos.

Sal del espejo.




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